Mujeres haciendo dulces en Pescueza. Foto: www.alkonetara.org
No es fácil para poblaciones pequeñas soportar la presión de políticas externas que priman conceptos económicos (viabilidad, rentabilidad, beneficio…) sobre variables de tipo social (sostenibilidad, patrimonio intangible, participación social, etc…). Parece evidente que a pesar de la que está cayendo y de la existencia de fuerzas externas que pesan con contundencia en estos momentos, siempre existen focos de resistencia y ejemplos de que a veces las pequeñas cosas, lo local, y lo que emana de una comunidad pequeña, tiene éxito y ello es debido en buena parte a que existe una conciencia colectiva que se construye en torno a una identidad propia, a un modelo territorial muy puro que les dota de una enorme fortaleza.
No es la primera vez que me refiero al municipio cacereño de Pescueza, a su gente y a su «modus vivendi», pero no he tenido más remedio que volver a hacerlo al terminar de hojear el número 7 de su revista «Aceña», que en cierto modo es el reflejo de la sociedad rural que con orgullo y con determinación se resiste a abandonar su identidad, su pasado, su peculiar manera de vivir sin renunciar a sus raíces que ciertamente son consistentes y realmente interesantes. Mientras existen comunidades que se dejan llevar por las modas o los modelos aparentemente más vanguardistas de las zonas urbanas, otras como la que vive en este municipio, sigue creciendo y sigue innovando sin dejar atrás lo que les ha traído hasta aquí. Nada más sostenible y más interesante en estos tiempos de desconcierto, de pérdida de valores y de autenticidad, que seguir potenciando lo genuino, lo más cercano y lo de siempre, dándole la forma actual que los tiempos requieren, porque no hay que olvidar que tradición no tiene porque estar reñida con creatividad.
Aunque haya quien pueda pensar que este concepto pueda resultar actual, nada más lejos de la realidad. Las sociedades prehistóricas e incluso comunidades indígenas de medio mundo, en cierto modo actúan del mismo modo, y aplican técnicas comunitarias que han garantizado su perpetuidad. Y no quiero decir con esto, que esta u otras comunidades rurales a las que me refiero, sean prehistóricas o poco evolucionadas. Nada más lejos de la realidad, aunque en términos antropológicos posiblemente existan pautas muy similares, del mismo modo que siguen conviviendo a través de los tiempos en ciertos comportamientos asociados a la especie humana.
Como defensor del medio rural, de los pueblos y del modo de vida tradicional que se desarrolla en estos lugares, no puedo evitar sentir cierta «envidia sana» con respecto a este ejemplo vivo, especialmente porque me encantaría que en mi propio pueblo tomásemos conciencia de nuestros recursos y asumiésemos ese compromiso colectivo de preservación y también de promoción, como elementos indispensables para seguir manteniendo la identidad propia, esa que cada pueblo tiene, y de la que todos, en cierto modo nos sentimos parte.
Espero y deseo que los fuertes vientos que soplan en todas las direcciones no acaben destruyendo las cosechas. Entre todos hemos de construir cortavientos naturales que eviten la extinción de un modelo auténtico y excepcional. Para ello nada más recomendable que dotarse de esa energía necesaria -lo llaman resilencia- que nos permita resistir y mantenernos en estos tiempos de tormentas y huracanes.