Hace unos días nos dejó Fidela, una persona que era vecina de mi barrio, «Las Eras», la zona que arranca en la Calle Calvario y ocupa esa parte de Guadalupe que se construyó en buena parte en lo que era la finca «San Bartolo» y que se ubica en el sureste del casco urbano. Antes, también nos dejó Ángel Fuentes, y a él le precedió una persona especial para mi, Ignacio Montes, «Tito» para todos, padre de mi mujer y abuelo de mis hijos.
La muerte de un/a vecino/a de un pueblo siempre se vive de modo especial. Alguien decía que cuando alguien fallece en un pueblo, se nos muere a todos algo: a unos se les muere una persona querida, a otros se les muere alguien conocido y siempre, al conjunto de todos se nos va una parte de la historia de ese pueblo que se forja siempre con el concurso de las personas que moran en él. Ni que decir tiene lo que acontece cuando la muerte es de varias personas al mismo tiempo, como desgraciadamente ha acontecido en el pueblo extremeño de Monterrubio de la Serena.
Personalmente soy plenamente consciente de que este momento es un destino inevitable y con el que estamos obligados a entendernos, nos guste o no. La muerte nos espera y siempre acaba acechando, a veces de modo inesperado y absolutamente injusto, otras tras un periodo de asfixia y de sufrimiento indeseable y también absolutamente inexplicable. Es una compañera fiel, tal y como San Francisco nos recordaba denominándola «Hermana muerte».
Ayer, este trágico accidente de tráfico segó la vida a un buen número de personas. No busquemos explicaciones, ni tampoco culpables. Ahora solo cabe estar cerca de las familias, poner todos los medios por atender a los heridos y tener entereza porque la vida sigue y la muerte nos espera, quien sabe cuándo nos encontraremos con ella.